sábado, 20 de enero de 2007

Lugares comunes

Estaba tan frío que podía ver la niebla de su aliento esfumarse en el aire mientras respiraba. Hacía tanto tiempo que no pasaba la noche junto al reconfortante fuego del hogar, que ahora no podía recordar la sensación que generaba en su cuerpo el calor. Habían pasado ya varios meses desde que Mercedes lo había dejado (en realidad, le había pedido con poca sutileza que se fuera por las buenas). Cuántas lunas en cielos sin estrellas había visto desde entonces, tendido en esa plaza que era su lugar ahora, usando como almohada las pocas cosas que había podido juntar. Dos o tres chombas, un pantalón y una frazada eran todo su capital.
Una mañana de esas se le cruzó un pibe, uno de esos mocosos que limpian vidrios en las esquinas. Lo encontró tirado al lado de las vías. Lo había visto un par de veces en ese mismo lugar, concentrado en su bolsita de pegamento. Solía juntarse con otros pibes de su misma edad. Lo miró bien y calculó que tendría unos diez años y también imaginó para él un nombre conocido: Juan, Jonatan o Pedro, da igual. Parece que esta vez el juego había salido mal, y le había costado la vida. Que más da, pensó, y se decidió a revisarlo. Total ya está muerto, se disculpó con su conciencia. Qué podía llegar a encontrar más que un par de puchos a medio terminar y un pañuelo deshilachado lleno de mocos. ¿Documentos? No. Sí encontró la foto de una joven mujer, tal vez sería su madre. Siguió revisando, ¡ah!, esto le serviría, sin duda, un caño. ¡Justo lo que estaba necesitando!, aunque no sabía bien para qué. Decidió guardarla. Terminó de bolsiquearlo, lo arrastró hasta un pastizal y se marchó.
Caminó barriendo el piso con los pies hasta la plaza de siempre, donde lo esperaba su montoncito de trapos y ese perro muerto de hambre que lo seguía a todos lados. De tanto pensar en comida, se dio cuenta del hambre que lo consumía. En la peatonal, las luces de los bares parecían llamarlo. Se detuvo frente a una pizzería, revisó sus bolsillos raídos y contó las monedas: diez, veinte, treinta, cincuenta centavos. No le alcanzaba ni para la aceituna de una porción. ¡La puta madre! ¡Otra noche con el estómago vacío! De repente, una idea se instaló en su cabeza. Lo pensó varias veces, y se decidió a entrar. Su corazón estaba a punto de explotar, le sudaban las manos y la sien, tenía las pupilas dilatadas y temblaba. Miró un poco para cada lado, sacó el arma de juguete y, apretando los dientes, apuntó. Recordó las series de televisión que tanto había visto de niño, y dijo:
-¡Arriba las manos! ¡Esto es un asalto!
En ese instante, el fuego del plomo -tan real como su dolor- consumió su último suspiro.

Detrás de la ventana

La tarde se va y vos estas ahí, sentada frente a la ventana, mirando el perfil de la ciudad, el cielo que está gris, y la noche que empuja hacia el horizonte la neblina del atardecer, las últimas luces de un día de invierno que se filtran entre las ventanas de los edificios en el centro, corren y juegan entre los perfiles y las antenas, y la tarde gris se vuelve púrpura, y después naranja, hasta perderse en la infinita oscuridad que todo lo oculta y todo lo cubre.

En ese instante en que la luz da paso a la noche, y de los faroles de la ciudad se desprenden las estrellas que se desparraman por el firmamento, la luna reposa en su reinado, triunfadora y mira con despecho, engreída, la huida del sol hacia otras tierras. Desde la cumbre de la cúpula, vigila tus pasos perdidos por la costanera, tu caminar errante por la peatonal, tu visita fugaz a los bares, el parque sarmiento en tu memoria, tu risa, tu llanto, tus desencuentros, tus amores, tus amistades; tus charlas interminables, tus mentiras, tus verdades, el camino de regreso y tus ojos al cerrarse.

Todavía no es de noche en este invierno gris, oscuro y gélido, pero el reflejo de tu sentir se hace eco en el microcentro; sale por la ventana de tu departamento derrumbando, despiadado, todo el calor a su paso. Tus pensamientos se mezclan, no logras encarrilarlos, ponerles orden y nombrarlos, las etiquetas no funcionan esta vez. Tus ojos y todo lo demás en la habitación se tiñen con la luz rojiza del crepúsculo, y la música te lleva en un místico trance.

Cuando volves a la realidad te percatás del huesudo árbol que respira desnudo del otro lado del vidrio. Sentís que es un año raro el que se viene y seguís ahí sentada frente a la ventana empañada, mirando el invierno pasar montado en las nubes del atardecer.